A lo largo de estos últimos meses, la COVID-19 no solo ha sido una catástrofe sanitaria y humana. También puede considerarse un extraordinario amplificador del edadismo, es decir, de una visión negativa de la vejez que lleva consigo discriminación y paternalismo.
Que estamos inmersos en una catástrofe sanitaria está siendo experimentado por todos, en vivo y en directo. La mayor parte de ciudadanos –de toda condición– ha sufrido directa o indirectamente la muerte por COVID-19. Lo que no parece tan evidente es la discriminación en función de la edad que se está viviendo en residencias, a veces enmascarada por manifestaciones paternalistas y melosas, como la expresión “nuestros mayores”.
¿Qué tiene que ver la pandemia con la edad?
Se sabe que la edad es un factor de riesgo de la COVID-19: a más edad más probabilidad de ser infectado. Paralelamente, también se asume que los niños, que no contraen la enfermedad, sí la transmiten fácilmente. Sin embargo, no por ello se discrimina a los niños apartándoles de los demás. Y, en caso de que ocurriera, no cabe duda de que el país entero se levantaría en defensa de ese grupo social discriminado. ¿Se puede decir lo mismo de las personas de edad avanzada que han sido confinadas en sus propias residencias?
Revisemos algunos datos, para responder a la pregunta:
A nivel poblacional, han muerto más personas mayores de 70 años que de otras edades. Así, el informe de la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica (donde no parecen computarse las muertes acaecidas en residencias) informaba, a mediados de mayo, de 16 331 defunciones de mayores de 70 años (35% del total). Pero si examinamos su presencia relativa (teniendo en cuenta que según el INE mayores de 70 años en España hay más de 6 millones y medio de habitantes) ello equivaldría a un 0,25%.
Después de todo, no hay que olvidar que las cantidades absolutas hay que relativizarlas en función de la población de referencia. Así, cuando se dice que EEUU tiene mayor número de enfermos de COVID-19 que España, se está hablando de números absolutos porque, en términos relativos a la población, es España quien tiene un mayor porcentaje de población afectada por la pandemia.
La generalización es uno de los errores de pensamiento más peligrosos que puede cometer la mente humana, y el edadismo lo es. En nuestro caso, las imágenes de muerte y el desastre humano asociadas a la edad proceden de un solo contexto: las residencias para personas mayores. En ellas habitan, aproximadamente, unas 366 336 personas mayores (con una edad media de más de 80 años). Cuántos muertos ha habido en la pandemia en este entorno, no está claro. Según informaba Televisión Española, serían 16 878 personas, un número extendido por el International Long Term Care Policy Network-ILTCPN y no refutado por ninguna fuente solvente pública española.
Por otra parte, el European Center for Disease Prevention and Control cifra en 17 730 las muertes por COVID en residencias y concluye, además, que eso representa el 66% de todas las muertes por COVID-19 en España.
En resumen, la imagen difundida es que las personas mayores son las que han contribuido, mayoritariamente, a la muerte y el dolor en esta pandemia.
Veinte veces más muertos en residencias
Pero, como decía antes, es vital la comparación entre lo ocurrido en la población general y lo sucedido en las residencias. En este último contexto, la mortalidad ha sido 20 veces superior a la que han sufrido los mayores que viven en sus domicilios.
La conclusión es clara: la muerte por COVID-19 no es solo imputable a la edad (a una mayor vulnerabilidad a la enfermedad) sino al tratamiento de COVID-19 que las personas mayores han recibido en residencias. Modulado, todo hay que decirlo, por protocolos y reglamentos producidos por autoridades sanitarias y sociales orientadas por expertos. Unas muertes que se podrían haber evitado a través de una cuidadosa planificación.
En todo caso, las autoridades sanitarias y sociales –es decir, el ministro de Sanidad y el vicepresidente del Gobierno para Asuntos Sociales y todas las autoridades de todas las Comunidades Autónomas– sabían (o deberían saber) desde mucho antes de la pandemia:
Que las residencias para personas mayores son centros de cuidado social y funcional (crónico) y que, en caso de afección aguda e infecto-contagiosa, la norma era el traslado a un centro hospitalario;
Que la media de edad es alta y la comorbilidad y el deterioro cognitivo afectan a más de un 60% de los residentes;
Que debe formularse una estrategia de traslado, en caso de no poder hacerlo a la red hospitalaria.
En otras palabras, lo acontecido en IFEMA debería haberse anticipado y planificado también pensando en las personas mayores que vivían en residencias como grupo de riesgo máximo de la pandemia. Sin embargo, por doloroso y terrible que suene afirmarlo, las personas mayores que habitaban en residencias han sido discriminadas. ¿En función de su edad? Es muy duro hasta pensarlo, pero parece que así es.
Por supuesto, antes de darlo por hecho, quedan por estudiar los documentos emanados por las autoridades sanitarias y/o de servicios sociales en los que se induce al aislamiento a personas con deterioro cognitivo (ver BOE nº78 de 21/03/20) en el mismo centro o se impide el acceso a la atención hospitalaria negando o impidiendo un derecho fundamental: el derecho a la salud y, ya queda demostrado, el derecho a la vida. Todo ello requiere mucha más investigación.
Interiorización de imágenes edadistas
Lo grave del asunto es que esta hecatombe a la que me refiero no se debe solo a la falta de previsión de los políticos, gestores y expertos. Detrás del entramado de luchas políticas, imprevisión y, seguramente, ignorancia, se esconde el estereotipo edadista, a saber, la imagen (no necesariamente consciente) de la persona mayor como incompetente, inservible, improductiva y amortizada.
La investigación ha puesto de relieve que los contextos y países con una percepción negativa sobre el envejecimiento y la vejez se presentan condiciones inadecuadas para un buen envejecimiento. O, lo que es peor, como señala la profesora Becca Levy, que las cohortes más jóvenes que interiorizan esa visión negativa viven menos y con peor salud que aquellos que consideran el envejecimiento –su propio envejecimiento– como algo potencialmente rico, positivo y enriquecedor. Porque el edadismo no solo lleva consigo una imagen negativa de la vejez, también arrastra emociones prejuiciosas respecto a la gente mayor y puede llegar a ser interiorizada e incluso, llegar a convertirse en profecía que se auto-cumpla. De todo ello se requiere, también, más investigación.
Quedan dos preguntas: ¿Qué ocurrirá en una nueva pandemia? Y, ¿van a permanecer las imágenes negativas sobre el envejecimiento y la vejez en las nuevas generaciones, que tienen una alta probabilidad de llegar a los cien años? Solo la investigación futura podrá responder a ambas.
Rocío Fernández-Ballesteros García does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organization that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Rocío Fernández-Ballesteros García, Profesora Emérita de la UAM e investigadora sobre envejecimiento y evaluación psicológica, Universidad Autónoma de Madrid