En las postrimerías del siglo XIX, los Estados Unidos se habían convertido en uno de los paraísos del espiritismo y los médiums. Desde que en 1847 se hiciera público el caso de las hermanas Fox, quienes aseguraron haber presenciado fenómenos paranormales, cobró fuerza la posibilidad de contactar con los difuntos.
El movimiento cuajó en Francia con el pedagogo Allan Kardec, quien se interesó por estas cuestiones en 1855. En su Libro de los espíritus (1857)] sistematizó el espiritismo contemporáneo. Numerosos científicos, algunos de gran reputación, reforzaron la alternativa en la que trataron de convertirse los movimientos espiritista y teosófico, en plena emergencia del positivismo y el materialismo.
Poco importó que los estudios no fueran concluyentes, destaparan un fraude, o pusieran en duda la fenomenología estudiada. Bastaba la opinión favorable de un solo experto reputado para impulsar la histeria colectiva del movimiento espiritista, hasta el punto de que la crítica fortalecía el fenómeno por efecto de contraste. Así ocurrió con el químico William Crookes, quien reconoció como auténticos muchos casos célebres de mediumnismo tras someterlos a “riguroso” estudio.
Tampoco importó que, en 1888, Margaret Fox confesara a la prensa el fraude urdido con sus hermanas. Ni tan siquiera que otros investigadores tuvieran bastante mejor ojo que Crookes, quien era miope y no se puso gafas hasta la década de 1890.
La presencia de figuras científicas relevantes, integradas activamente en asociaciones dedicadas al estudio de fenómenos paranormales, ayudó a su popularización. Fue el caso de William James, padre de la psicología estadounidense. El juego favorito para aderezar los aburridos salones de té de las clases altas eran las sesiones de espiritismo.
La extravagante mezcla de espiritismo y ciencia generó una sinergia perfecta, que no solo garantizaba la supervivencia del primero, sino también su ingreso por derecho propio en el seno de la cultura popular contemporánea.
Los 21 gramos del alma
En 1907, los rotativos Boston Sunday Post y The New York Times sorprendieron con la noticia de que Duncan MacDougall, un desconocido médico de Haverhill, Massachussetts, habría “demostrado” que el alma humana pesaba alrededor de 21 gramos.
MacDougall partía de la hipótesis de que el alma humana debería poseer algún rastro físico, pues carecería de sentido que, si algo existe, no pudiera medirse. Ideó un original procedimiento experimental para adentrarse en la cuestión: localizó a seis pacientes desahuciados cuya muerte era inminente. Estos reunían la condición de fallecer agónicamente en sus camas, lo que le permitiría estar presente durante los óbitos y establecer los pertinentes controles.
En la cercanía del óbito, McDougall depositaba las camas sobre una báscula de precisión, cuyo margen de error no superaba los 5,6 gramos. Al mismo tiempo, como presumía que el alma era un elemento esencial de la especie humana que no debería estar presente en otras especies, decidió emplear perros como control, a los que previamente hubo de envenenar.
Los resultados no fueron claros, pues ni todos los pacientes perdieron peso al morir –los datos de dos de ellos fueron desechados-, y aquellos que registraron alguna clase de pérdida, no aportaron cantidades homogéneas. Además, solo uno de los sujetos experimentales perdió peso justo en el momento del óbito, tal y como se esperaba.
Los perros, por su parte, no experimentaron cambios, lo cual corroboraba la tesis de que “los animales no tienen alma”. En cualquier caso, el médico no se desanimó. Superada la primicia periodística reevaluó sus cálculos y se decidió a publicar los resultados: primero en una revista especializada en investigación parapsicológica y, paralelamente, en American Medicine.
El trabajo de MacDougall recibió muchas respuestas airadas que no solo cuestionaron sus métodos y resultados, sino también la teoría de partida. Los argumentos en contra de MacDougall resultaban abrumadores: confusión ontológica entre física y metafísica, selección de la muestra anecdótica, control de resultados inconsistente. También errores de apreciación médicos inaceptables: en aquellos momentos resultaba complejo determinar con exactitud el momento exacto de la muerte y, además, los perros carecen de glándulas sudoríparas, lo cual podría explicar que no perdieran peso durante la agonía.
MacDougall no se arredró en su búsqueda. En 1911, de nuevo en The New York Times y poco antes de desaparecer de la vida pública, se reafirmó en sus ideas, a la par que, irónicamente, expresó sus dudas acerca de la posibilidad de que el alma pudiera ser fotografiada mediante rayos-X, como defendía la competencia.
Tampoco se ha intentado replicar sus resultados, pero la teoría de los 21 gramos, el supuesto “peso del alma”, aún sobrevive en el imaginario colectivo. Nadie recuerda los nombres de Clarke ni O’Malley, pero muchos han oído hablar del experimento del médico que “pesó las almas”. Se trata de una idea tan arraigada en la cultura popular que incluso ha encabezado producciones cinematográficas de éxito, como la dirigida por el oscarizado Alejandro González Iñarritu. Los bulos tienen un recorrido muy largo.
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Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Antropología y Sociología Criminal / Investigador., Universidad Camilo José Cela