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La divina soledad…

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A Nadia aún le cuesta recordarse sola. Bueno, sola no. Soltera. Fue su elección no tener pareja durante más de un año. Entonces solo (sola) iba a los bares a tomar algo. O al cine. Por soledad incluyó también cualquier vínculo social o académico. Quiso dedicarse al cien por cien a ella. A sus lecturas y a sus diatribas. A argumentar con su inconsciente sobre el amor, la cultura y la existencia de un ser superior. Satisfacía sus deseos sexuales a dos manos. Las suyas. Con la derecha se acariciaba el clítoris y con la izquierda introducía el dildo que se había comprado en Los Placeres de Cristina. Durante un año no se dejó tocar por nadie y eso Tomás nunca lo supo. Caminaba recorriendo las calles de Bolaño y contando las vírgenes postradas, solas también, en las esquinas de Insurgentes con La Roma. Disfrutaba de esa soledad autoimpuesta. Se sentía autosuficiente. Complaciente con su ser. Esa liviandad nunca le resultó nostálgica. Ignoraba las fiestas de cumpleaños y las amistades wannabes. El sexo casual no le decía nada. Las redes sociales las alimentaba, como espectadora discreta, en la lavandería de la colonia. Ahora que Nadia compartía su vida con Tomás y que su círculo de amigos se había multiplicado…ahora que conocía lo que era el amor y el poliamor, le costaba verse en esa época de solitaria vivencia. Sola. Sólo con ella. Sin embargo, había días en los que, estando tan rodeada de otros seres, Nadia se evadía hacia ese otro mundo que antaño disfrutó. Y empezaba a extrañarlo como una funambulista extrañando su cuerda y su red.

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