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Mascarillas: por qué sus ojos podrían estar diciendo mucho más de lo que cree

Shutterstock / Vergani Fotografia

Hay muchas posibilidades de que hoy, cuando salga de casa, se ponga una mascarilla que oculte su boca. Esta mascarilla pueda afectar a su capacidad para comunicarse y supone un reto especialmente difícil para aquellas personas que necesitan ver los labios para entender la conversación.

¿Pero qué pasa con los ojos, que sí que quedan al descubierto? Shakespeare fue el primero que se refirió a los ojos como las ventanas del alma. Y aunque no sé mucho sobre “almas”, lo que sí tengo muy claro es que los ojos pueden aportarnos un gran flujo de información.

Por este motivo los jugadores de póker a veces llevan gafas de sol, por miedo a revelar tics, gestos minúsculos, casi imperceptibles, que puedan indicar a los otros jugadores si sus contendientes tienen una mano buena o van de farol. Todo esto podría reducirse a mero sentido común, pero lo cierto es que también está respaldado por evidencias científicas.

Nuestras emociones determinan cómo entendemos a otras personas y cómo ellas nos entienden a nosotros. En este sentido, existen investigaciones que han demostrado que es posible interpretar las emociones de las personas a través del análisis de sus ojos. En 2017 investigadores de la Universidad de Cornell mostraron a los voluntarios del experimento imágenes de ojos que expresaban emociones tales como tristeza, asco, ira, alegría, sorpresa o miedo.

Los participantes lograron un porcentaje de acierto bastante elevado a la hora de relacionar las palabras que describían los estados mentales con la “expresión de los ojos”. Así, los investigadores concluyeron que los ojos proporcionan una información interpersonal básica, y que sus características físicas (cómo están de abiertos o hasta qué punto está fruncida la ceja) revelan datos sobre los diversos estados mentales de la persona.

La neurociencia también tiene cosas que decir a este respecto. Sabemos que las personas somos extraordinariamente sensibles a los pequeñísimos cambios que se producen en la dirección de la mirada. Cuando estamos tratando de determinar en qué dirección mira alguien, esto aumenta de forma notable la actividad de nuestra amígdala, una parte del cerebro que desde hace mucho tiempo se sabe está relacionada con las emociones. Esto demuestra que, también a un nivel neurológico, existe un vínculo entre los ojos y las emociones.

Sabemos, por tanto, que la amígdala resulta relevante en todo lo que tiene que ver con las emociones. Y dentro de ello, lo que mejor conocemos es el papel que desempeña en el sentimiento del miedo, así como su mediación en el mecanismo de reacción de “lucha o huida”. Investigaciones posteriores han demostrado que la amígdala también se activa cuando escrutamos el entorno en busca de situaciones en las que una persona podría estar mirando en nuestra dirección, o cambiando la dirección de su mirada.

Esto podría ser indicativo de la importancia de los ojos a la hora de encontrar a un compañero, expresar interés por otras personas o, a la inversa, identificar amenazas que provengan de otros. En pocas palabras: estamos programados para extraer información de los ojos de los otros; una información que puede ayudarnos a analizar las emociones de los que nos rodean y que por tanto nos permite empatizar de forma más efectiva con ellos.

Series de fotos de caras de un hombre mostrando diferentes emociones.
Los ojos nos ayudan a comprender las emociones.
Iurii Stepanov/Shutterstock

La neuroquímica nos aporta evidencias científicas adicionales sobre la importancia de los ojos. Sabemos que la oxitocina, una hormona producida de forma natural, es importante en nuestras interacciones sociales y que del mismo modo puede tener un papel relevante en el modo en que percibimos las caras de los que nos rodean.

Los investigadores han descubierto que, al mostrarles imágenes de caras, las personas a las que se les había suministrado oxitocina pasaban más tiempo mirando a los ojos que aquellas a las que se les había dado un placebo. En la medida en que la oxitocina tiene un papel relevante en las interacciones sociales, este hallazgo apunta a que los ojos poseen una gran importancia en el modo en que desplegamos nuestra empatía hacia los que nos rodean. Las personas que poseen mayores niveles de oxitocina parece que tienen mayor tendencia a buscar los ojos de los otros, para empatizar mejor con ellos.

Para los amantes de los perros existen también investigaciones que sugieren que, cuando el perro y el dueño se miran a los ojos, los niveles de oxitocina se incrementan en ambos, lo que podría fortalecer su vínculo mutuo. Se trata de algo que en principio solo ocurre con perros domesticados, en situaciones en las que este tipo de vínculo es importante tanto para la persona como para el animal. Así, en los lobos no se ha detectado este efecto.

El ojo no lo cree

Existen, sin embargo, ciertas cosas que los ojos no nos pueden decir. Hay un mito persistente que proviene de la denominada “programación neurolingüística” (NLP, en sus siglas en inglés), un enfoque que a menudo adoptan aquellos que sostienen que puedes valerte de la psicología para obtener ventaja sobre otros.

Esta teoría defiende que si cuando alguien está hablando mira hacia arriba y hacia la derecha, esto, de alguna forma, es indicativo de que miente. Pero cuando los investigadores grabaron a un grupo de personas contando historias verdaderas y falsas, y luego le pidieron a otro grupo que intentara detectar las mentiras tan solo mirando los ojos de los que hablaban, no encontraron pruebas de que existiera ningún tipo de vínculo entre el hecho de mentir y el movimiento de los ojos.

Si quiere conocer los sentimientos de alguien en un momento en que se imponen las mascarillas, es muy probable que los ojos le ofrezcan las respuestas que está buscando. No hay duda de que podemos saber si una persona está sonriendo mirándola a los ojos, y las sonrisas son muy importantes. Ahora más que nunca.


Artículo traducido gracias a la colaboración con Fundación Lilly.


The Conversation

Nigel Holt does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.

Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Nigel Holt, Professor of Psychology, Aberystwyth University