Lo de recurrir a la comparación con caracteres distintivos de diferentes especies de animales para definir a nuestros congéneres es algo muy humano. A veces lo hacemos con fundamento, otras basándonos en leyendas y habladurías. Virtudes y defectos del prójimo se han ilustrado con amplias y variadas referencias al mundo animal.
Como somos poco de elogiar, la memoria de elefante o la vista de águila son recursos moderadamente utilizados. Por el contrario, las estadísticas de nuestros usos lingüísticos se desbordan en parangones cuando se trata de resaltar los defectos ajenos. Durante la infancia, cuando aún no tenemos domado el insultador que llevamos dentro, llenamos las aulas de topos, ranas o elefantes según el desafortunado compañero destaque por el excesivo desarrollo de sus dientes, ojos o pabellones auriculares, respectivamente.
No obstante, el rey de los insultos es el de foca (muy frecuentemente mantenido y potenciado en el estado adulto). La mala alimentación y el sedentarismo de las últimas generaciones han hecho que se recurra a este calificativo más de lo que por azar cabría esperar. Pero, si las lenguas malintencionadas supiesen del éxito evolutivo que supone el diseño biológico de una foca, quizás no lo utilizarían tan alegremente como arma (verbal) arrojadiza.
La morfología de una foca es un triunfo absoluto para la vida en ambientes polares ya que en su arquitectura biológica coinciden tres atributos que, si bien podrían parecer el mismo, no lo son. Las focas son gordas, las focas son grandes y las focas están redonditas: Tienen todas las papeletas para comerse el mundo, cuando se trata de un mundo gélido.
Por qué las focas están gordas
Pocos grupos animales presentan la capacidad fisiológica de mantenerse a una temperatura constante. Este mecanismo, denominado endotermia, posibilita la realización óptima de la mayoría de las funciones biológicas, independientemente de los registros térmicos del medio donde se habite.
La endotermia se consigue haciendo coincidir en un mismo diseño corporal mecanismos activos y pasivos.
De una manera activa, el metabolismo oxidativo no acoplado de la cadena respiratoria de la fosforilación oxidativa dentro de la mitocondria del tejido adiposo marrón (la grasa parda) genera calor (en vez de energía química o ATP). A este efecto brasero interno, se le une el hecho de que los adipocitos de la grasa parda son muy ricos en mitocondrias, lo que aumenta la velocidad de combustión de grasas y azúcares. Así pues, cuanto más grasa parda se tenga, más calorías se pueden generar a partir del catabolismo de los alimentos ingeridos. Y más fácilmente se mantiene el animal calentito.
De una manera pasiva, los vertebrados endotérmicos recurren en las zonas frías a algo muy parecido a lo que hacemos cuando llevamos congelados a casa en una caja de corcho. A saber: envuelven la zona que ha de permanecer a temperatura constante con el mejor aislante térmico existente en el mundo biológico, el tejido adiposo. Cuanto más grande sea el panículo graso (es decir, cuanto más gordo sea el michelín), más aisladas estarán la musculatura y las vísceras subyacentes. Y más le traerá al fresco al animal (y nunca mejor dicho) el frío que haga fuera.
La grasa, por otra parte, es el reservorio biológico de energía de los mamíferos (entre otros taxones animales). El excedente energético resultante entre lo que ingerimos y lo que quemamos se guarda para cuando haga falta en el tejido adiposo. Éste se transforma en una despensa que nadie nos puede robar porque la llevamos dentro de nuestra propia anatomía.
Cuanta más grasa, pues, más energía calorífica se puede generar, más se podrá retener el calor generado y más combustible de reserva se tendrá disponible en tiempos de escasez alimenticia.
Por eso las focas están gordas.
Por qué las focas están redonditas
Según el Principio Cero de la Termodinámica, si contactan dos objetos a diferente temperatura, ambos intercambiarán calor hasta igualar temperaturas. Aunque la foca utiliza estrategias (activas y pasivas) para aislarse térmicamente, el paso de calor al exterior es inevitable y continuo. Esta pérdida calorífica, que tan cara le cuesta a la foca, se realiza a través de su superficie de contacto con el entorno.
Por tanto, cuanta más superficie tenga el animal, más fácilmente se enfriará. ¿Qué renta más, entonces? Pues tener una forma que encierre mucho volumen (y, por tanto, mucha masa termogénica y aislante del frío) en un área mínima (ya que es por la superficie por donde disipa el calor). ¿Y cuál es esa figura geométrica perfecta que encierra un máximo de volumen con un mínimo de superficie y que, por eso, está omnipresente en el mundo físico? Pues la esfera.
Por eso las focas tienden a distribuir su grasa configurando un aspecto de bola.
Por qué las focas son grandes
La combinación de éxito reside, por lo tanto, en encerrar el máximo de grasa en un volumen que ofrezca una superficie mínima de contacto con el exterior. Es decir, en ser esférico. Si trasladamos estos conceptos clave de volumen y superficie a las fórmulas matemáticas que definen este cuerpo geométrico vemos que:
Volumen = 4/3πr³
Superficie = 4πr²
Es decir, en una esfera que crece de tamaño (esto es, que aumenta su radio r), mientras que su superficie (por donde pierde calor) crece al cuadrado, su volumen (con el que genera calor y se aísla del frío) lo hace al cubo. Dicho de otra manera, renta ser grande en vez de pequeño porque se disminuye la relación superficie/volumen. Por eso la foca no tiene el tamaño de un ratoncito sino que es un pedazo de foca.
Pues ya saben por qué las focas están como focas. Aunque seguro que mis lectores no son de los que insultan sino de los que saben que el tejido adiposo tiene otra cualidad nada desdeñable: la ternura.
A. Victoria de Andrés Fernández no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga