Argentina impuso una dura cuarentena a lo largo de todo el país el 20 de marzo, tan restrictiva como las impuestas en Italia o España, cerrando sus fronteras completamente con sólo 128 casos.
Esta respuesta decidida de parte del gobierno de Alberto Fernández le otorgó reconocimiento local e internacional, con una tasa de aprobación del 53% a principios de mayo. A 14 de mayo, Argentina tenía 6 879 casos confirmados y 329 muertes de COVID-19, que contrastan con los cerca de 190 000 casos (13 240 muertes) que tenía Brasil o los 34 000 casos (aunque sólo 346 muertes) de Chile. Con estos resultados, las restricciones comenzaron a relajarse, con excepción del área metropolitana de Buenos Aires.
¿Una victoria pírrica?
Pero este éxito puede ser una victoria pírrica, dado que las opciones que tiene Fernández para lidiar con los costos económicos y las presiones sociales emergentes de la crisis son tan limitadas como complejas.
En diciembre del 2019, Fernández asumió la presidencia de un país en recesión, con inflación de dos dígitos y acelerándose, reservas monetarias en caída, y una amenazante crisis de deuda en el horizonte.
En febrero, el FMI declaró públicamente que los niveles de deuda externa de Argentina eran insostenibles. A mediados de abril, el ministro de Economía Martín Guzmán presentó un plan para reestructurar 70 mil millones de dólares de deuda, incluyendo una moratoria de tres años en el pago a los acreedores.
Mientras otros países discuten cómo bajar o demorar el pago de los impuestos para aliviar la economía y a sus ciudadanos sin acceso a crédito, Argentina persigue una salida fiscal. Pero implementar impuestos de emergencia no es una tarea sencilla.
Los impuestos como salida a la crisis
El politólogo argentino Guillermo O’Donnell denominó “el juego imposible” al dilema que enfrentaron los gobiernos argentinos durante 1950 y 1960, tratando de balancear las presiones de los sectores militares conservadores, por un lado, y de los gremios peronistas por el otro. Desde entonces, consideramos que Argentina enfrenta otro juego imposible: ¿Cómo financiar un estado con déficits crónicos sin sucumbir en una crisis de deuda, o a la animosidad de los contribuyentes?
Comparado con otros países en vías de desarrollo, Argentina tiene una alta carga impositiva. A su vez, es un país con un amplio sector informal, y una economía semi-industrializada con una dependencia importante de la exportación de commodities agropecuarios. Esto implica que las fuentes para extraer rentas fiscales extraordinarias se limitan, a grandes rasgos, a las clases medias y altas y al sector agroexportador.
A través de impuestos a estos sectores fue cómo Argentina se recuperó de la crisis del default del 2001. Por aquel entonces, los gobiernos de Eduardo Duhalde y de Néstor Kirchner implementaron gravámenes de emergencia a las exportaciones de soja, trigo y otros cultivos, conocidos como “retenciones”. Esto fue en un momento ventajoso, cuando los precios globales de los commodities agropecuarios estaban a niveles récord, lo que ayudó a los productores locales a compensar la subida.
Combinado con un default que fue aplaudido en el Congreso nacional y a una crisis del sistema político, esto le permitió a la administración kirchnerista encontrar una salida fiscal a la crisis y al mismo tiempo consolidar una base electoral que sustentaría su proyecto político por más de una década.
El proceso no fue sencillo. En 2008, frente a otra suba de las retenciones, “el campo” se rebeló, con una protesta de cuatro meses que terminó con la derrota en el Congreso del proyecto de ley oficialista. A partir de ese momento, la política fiscal se volvió un tema cada vez más conflictivo, oponiendo al gobierno peronista, con sus gremios aliados y apoyo popular, contra sectores rurales y empresariales, y las clases medias y altas de las grandes ciudades: un conflicto histórico e ideológico sobre el contrato social y la estructura del estado entre sectores que se consideran “pagadores de impuestos”, y otros vistos como beneficiarios.
Cuando el gobierno conservador de Mauricio Macri llegó al poder en 2015, sus primeras medidas incluyeron una baja de las retenciones agropecuarias y la suspensión de cuotas de exportación, disminuyendo el gasto público y diversos subsidios –financiándose a través de deuda.
Más impuestos
La crisis del COVID-19 ha reactivado el conflicto entre contribuyentes y beneficiarios, con la administración Fernández apuntando otra vez al sector agrario en busca de ingresos fiscales. Al llegar a la Casa Rosada, el gobierno elevó las retenciones a la soja del 24.7% al 30%, y otro 3% en marzo. El campo respondió rápidamente con una huelga de cuatro días. El contexto ya no es el mismo y la paciencia es menor: los precios internacionales de los productos agropecuarios son bajos y los productores tienen mucho menos margen para compensar la suba.
A principios de 2020, el gobierno sancionó un recargo del 30% a todas las operaciones que impliquen adquisición de moneda extranjera, apuntando a los sectores más altos. Conocido como “impuesto solidario”, el recargo se volvió una carga para aquellos varados en el exterior con la pandemia. Un proyecto para gravar por única vez los grandes patrimonios (conocido como “impuesto Patria”) está siendo promovido por el ala dura kirchnerista de la coalición gobernante.
Y a todo esto, inflación
El este contexto, los típicos cacerolazos de Buenos Aires pasaron rápidamente de apoyar a los trabajadores de la salud a promover una campaña para que los políticos se bajen los sueldos. A su vez, un grupo de empresarios hizo circular por las redes sociales una campaña pidiendo una “rebelión fiscal” de 90 días.
El gobierno entiende los riesgos de esta estrategia, pero necesita fondos. Con un clima social que se enrarece y un conflicto político incipiente, el gobierno se financia con una de las pocas herramientas a su disposición: la emisión monetaria, con la base circulante expandiéndose un 30% de febrero a marzo. Si la recaudación fiscal cae, cómo todo parece indicar, es esperable que esta tendencia continúe o se acelere.
Pero la teoría monetaria dice que este es el camino hacia la inflación, y en un país con una inflación del casi 50% anual, los economistas ortodoxos advierten del riesgo de una espiral inflacionaria.
No hay opciones fáciles para el Presidente Fernández: seguir tasando a sectores ya descontentos, y cementar su oposición, o alimentar presiones inflacionarias, arriesgándose al descontento popular. En este juego imposible, elegir el mal menor y demorar las consecuencias parece ser todo lo que Fernández puede hacer.
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Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Alejandro Milcíades Peña, Senior Lecturer in International Politics, University of York