Hay quienes sienten malestar por no saber cómo ayudar ante la crisis de la COVID-19. Creen que sus conocimientos o su actividad profesional carecen de validez frente a la expansión del virus.
“Me resulta angustioso estar en casa sin saber qué hacer o cómo ofrecer apoyo”, dicen algunas personas. Sienten inquietud ante la fuerza de la motivación prosocial, ante la necesidad de paliar el malestar de otras personas.
No colaborar en una situación ajena a nosotros
Una aproximación neurocientífica a la moralidad, llevada a cabo por Joshua Greene, explica que cuando optamos por no ayudar en una situación ajena a nuestro contexto la decisión estará relativamente libre de implicaciones morales. Es más bien una cuestión de libre elección. Nos ha pasado en enero, ante las noticias sobre aquella provincia china llamada Wuhan.
Sin embargo aquí y ahora, si no apoyamos a quien lo necesita a pocos metros de nosotros, la amígdala –destacada estructura de control de emociones y sentimientos en el cerebro– nos sacude emocionalmente. Al mismo tiempo, elaboramos con rapidez juicios morales y queremos tomar decisiones para no demorar nuestro auxilio.
Compararse con quienes están en primera línea no sirve de nada
Ante la dificultad o el desconocimiento para satisfacer la necesidad de ayuda, la comparación social tiende una trampa al equipararse con quienes están “al frente de la batalla”. “Ahora nosotros no somos los importantes”, se escucha a quienes que se equiparan con profesionales sanitarios o de sectores “esenciales”.
Es innegable el papel de aquellos que están “en primera línea”, contribuyendo a la solidaridad gracias a una equilibrada y orgánica división del trabajo. Pero también el resto, desde su lugar en el escenario del mundo, podrá contribuir al bien común mediante el ejemplo.
En este escenario no solo serán necesarias las hazañas ni los roles protagónicos. Hay ocasiones en las que el simple hecho de actuar desencadena un impacto social positivo.
El impacto de nuestro comportamiento
Nos recuerda el psicólogo Howard Gardner que “podemos aportar poderosos modelos que inviten a otros seres humanos a actuar de una manera (cada vez más) responsable”. Una cuestión siempre presente en todos los que creemos en el liderazgo social sin necesidad de tirar grandes cohetes, simplemente comprendiendo el impacto del comportamiento en nuestro pequeño mundo.
Javier Gomá, el filósofo que ha recuperado el concepto de ejemplaridad, explica que vivimos, nos movemos y existimos entre ejemplos, siendo también nosotros ejemplos para los demás. Es una red de influencias perceptivas, una gran red de ejemplos personales que anteceden nuestras costumbres y hábitos colectivos.
Sobre la mayoría de la gente tiene más influencia un ejemplo claro, personalizado, que la abundancia de datos. Estos ejemplos pueden ser patrones sociales cuya imitación –o reconstrucción creativa en los observadores– se transforma en un pegamento social al contribuir a la intersubjetividad, al hecho de tomar en consideración a otras personas y ponerse en su lugar.
Todos somos responsables
Aquí se encuentra la responsabilidad de cualquier persona ante la crisis. Tanto de quienes se encuentren trabajando “en primera línea”, como de aquellos que sientan vacío por la ausencia de actividad prosocial. Unos y otros deben ser conscientes del valor de sus conductas, de su ejemplo.
El simple cumplimiento de las recomendaciones de salud pública supone un primer ejercicio de ejemplaridad. Incluso sobre este eje pivota la estrategia de algunas comunidades y países, que apelan a la responsabilidad individual como medida para evitar la propagación del coronavirus.
A partir de aquí, tenemos un campo amplio para actuar con espíritu de solidaridad. Recuperamos el principio de responsabilidad del filósofo Hans Jonas, que nos recuerda que podemos escoger libre y conscientemente entre alternativas de acción. Esta responsabilidad nos obliga a un claro imperativo categórico: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra.”
A quién incluir en nuestros aplausos
Por todo esto, en los aplausos de cada tarde incluyamos también al padre que crea universos imaginarios para que la habitación de los niños parezca un parque de aventuras y para la madre que les apoya en el aprendizaje a través de plataformas digitales que hace un mes desconocía. Ellos, al compartirlo con los demás a través de redes o mensajes, han servido de espejo para otras muchas familias.
Aplauso para quienes siguen siendo cómicos y animando a sus grupos de clase, de amigos o trabajo. Bien saben los psicoanalistas que el humor, al fin y al cabo, es una de las manifestaciones más elevadas de los mecanismos de defensa y adaptación de las personas.
Aplauso para el donante que suscita en otros particulares y empresas sentimientos filantrópicos. Al comerciante y autónomo, que fomenta entre colegas la búsqueda de soluciones, o al menos el ánimo compartido, ante las persianas bajadas.
Aplauso para los científicos que saltan con pértiga los prejuicios académicos para divulgar sus conocimientos y explicarnos de qué estamos hablando cuando hablamos de Covid-19.
Para los músicos que comenzaron, hace ya unas semanas, a abrir sus ventanas, y para todos aquellos que facilitan que el arte y la cultura entre en nuestras casas.
Para esas personas que llaman con frecuencia a quienes están sumidos en la tristeza, en duelos o pérdidas incomprensibles. Y para aquellos que han impulsado redes vecinales de apoyo mutuo.
Aplauso para cualquiera que, con su conducta, pueda animar a otras personas a sentirse mejor.
Puede parecer naif, pero quizás la vida sea así de sencilla, y lo demás complicaciones y telas de araña que nos gustaba tejer en aquella otra vida anterior al confinamiento. En aquellos momentos en los que solo parecíamos tener tiempo para sentirnos centros del universo.
Ahora es tiempo de pensar que quizá, en el teatro del mundo, no debamos adoptar papeles tan graves ni tan solemnes si lo que deseamos es contribuir al bien común.
Antonio Blanco Prieto es director de la Fundación Alimerka
Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Antonio Blanco Prieto, Profesor asociado, Departamento de Sociología., Universidad de Oviedo