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Residencias de mayores y coronavirus: cuando dos desconocidos se encuentran

Chan2545 / Shutterstock

Un extraño acaba de irrumpir en el panorama internacional: el nuevo coronavirus SARS-CoV-2. A diario se actualiza la información sobre su infectividad, letalidad y otros parámetros. Las publicaciones sobre este virus son innumerables. Y, a pesar de tener cada vez más conocimientos sobre su patogenia, no dejamos de tener esa inquietante sensación de ir siempre un paso por detrás suya.

Los informativos dedican casi todo su tiempo a la pandemia del coronavirus. Entre las noticias que copan la parrilla televisiva cobran especial mención las que hacen referencia a los numerosos fallecimientos que están ocurriendo en los centros residenciales de mayores. Es aquí donde llega el segundo desconocido para la sociedad: las residencias.

El estigma de las residencias de ancianos

En nuestro entorno solo se conocen las residencias por dentro si uno trabaja en el ámbito gerontológico o si tiene a algún familiar ingresado en una de ellas. Además, vivimos en una cultura que ha asumido de dos maneras el ingreso de un mayor en una residencia: como abandono o como fracaso.

Esta visión hace que las personas cuidadoras eviten en lo posible el ingreso del familiar en estos centros, porque supondría admitir su fracaso como cuidador y le generaría el sentimiento de abandono de su ser querido.

Toda esa presión cultural conlleva que, finalmente, las personas que acuden a una residencia lo hagan en unas condiciones de dependencia, fragilidad y vulnerabilidad muy altas, tanto desde el punto de vista físico como psíquico y social. Como consecuencia, el perfil habitual del usuario de residencia es una persona muy mayor, con algún grado de dependencia y con problemas mentales o sociales que hacen que su cuidado en casa sea demasiado complejo.

La sensibilidad que tiene la sociedad hacia los mayores es solo comparable con la que tiene hacia los niños. Y cuando se combinan dos agentes tan desconocidos como son el nuevo coronavirus y las residencias comienzan las conjeturas, suposiciones y las noticias sensacionalistas.

En cierto modo, se diría que los medios de comunicación se empeñan en informar sobre los fallecimientos por COVID-19 en residencias con datos crudos, sin buscar una explicación a esos números. Los interrelacionan de tal manera que el espectador tiene que interpretar la noticia con unos criterios vagos sobre dos sujetos que desconoce totalmente.

Según el diputado de Acción social de la Diputación Foral de Bizkaia, en las residencias de la provincia han fallecido durante el mes de marzo 182 usuarios, de los cuales 33 fueron diagnosticados de COVID-19. Siguiendo con los datos de la Diputación Foral, en marzo del año 2018 fallecieron 181 personas en residencias, en plena ola de gripe estacional. Solo en el mes de enero de 2017, en estos mismos centros, fallecieron 250 personas.

Con estos números no queremos decir que el coronavirus sea menos peligroso que otras infecciones. Para evitar caer de nuevo en el riesgo de interpretar solo datos crudos, vamos a contextualizarlos.

El problema es la fragilidad

Anteriormente se ha citado el perfil de usuario de residencia como persona frágil, esto significa que cualquier tipo de acontecimiento puede hacer que la persona mayor enferme, aumente su dependencia e incluso que muera.

Por lo tanto no es extraño que, ante infecciones que en el resto de población no conllevaría mayores problemas, una persona mayor y vulnerable padezca una septicemia que conduzca al fallecimiento, o que ante una fractura de cadera se desencadene una serie de síndromes con el mismo resultado de muerte.

Podríamos pensar que sobreprotegiendo a los mayores evitaríamos estos procesos tan catastróficos. Sin embargo, el modelo de residencia que se promueve en estos momentos va en otra dirección. Una basada en que la vida en una residencia debe preservar la continuidad del proyecto vital del mayor, debe asegurar el mantenimiento de sus deseos y objetivos, incluso asumiendo riesgos para lograrlos.

El modelo residencial ideal

Se va imponiendo un modelo de residencia más cercano a las viviendas comunitarias que a un centro médico y hospitalario. Con una pega, y es que fomentar que mantengan una vida plena dentro de la institución hace más difícil protegerles del contagio mutuo del coronavirus.

En las residencias modernas se impulsan actividades entre usuarios como juegos, manualidades, talleres y ejercicios grupales. Y claro, eso supone que los mayores están muy cerca unos de otros compartiendo objetos que pueden ser transmisores de agentes infecciosos.

Otra vía de contacto físico entre residentes aparece cuando se ayudan unos a otros a caminar, a levantarse o cuando tienen muestras de cariño mutuo con caricias y besos. Cabe destacar que las personas con elevada dependencia requieren también un contacto directo con sus cuidadores para desplazarse, usar el retrete, etc. y eso supone otra fuente potencial de transmisión de microorganismos.

Dicho todo esto, si sumamos los factores de vulnerabilidad de los mayores a la facilidad de propagación de una infección en una institución de esta índole, tenemos como resultado epidemias que arrasan las residencias.

La mala prensa de las residencias

Esto no significa que en estos centros el personal carezca de conocimientos. Tampoco que en ellos no se proteja a los mayores. De hecho, son los profesionales de las residencias de Bizkaia los que han logrado mantener en un reducido 0,3 % los fallecidos por COVID-19, de un total de 10.700 usuarios. Sin embargo, los medios de comunicación ponen el foco de la sospecha en las residencias, mientras elevan a la categoría de héroes a los sanitarios de los hospitales.

Para cambiar estas perspectivas debemos acercar las residencias a la sociedad y convertirlas en una parte valiosa de la vida de los pueblos y ciudades. Solo así aumentaremos el conocimiento y la confianza en estos centros y en sus profesionales.

Abramos el debate del modelo residencial ideal basado en la atención centrada en la persona, en el modelo biomédico o en un híbrido de ambos. Pero sobre todo, evitemos que el desconocimiento y las noticias sensacionalistas alejen de las residencias a las personas necesitadas de cuidados.


Una versión de este artículo fue publicada originalmente en Campusa, de la UPV/EHU.


The Conversation

Jonathan Caro Mourin no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.

Fuente: The Conversation (Creative Commons)
Author: Jonathan Caro Mourin, Profesor de la Facultad de Medicina y Enfermería, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea