Hay personas que uno va acomodando en su memoria por razones que aún son un misterio para mi. Hay otras que uno deja como parte de un paisaje urbano que sirve de escenario a cierta parte de nuestra vida. La interrogante clásica: ¿dónde he visto a esta persona antes? suele ser un signo irrefutable de que esa persona seguramente pertenece a esa categoría donde el recuerdo no revisa los carnets de identidad, y a las que me gusta llamar “gente tapiz”.
Hay otras personas con las que uno puede crear una relación simbólica mas no fuerte. Real mas no íntima y totalmente unilateral, porque esa persona adquiere una curiosa significancia en la vida de uno, aunque uno no tenga significancia en la de ellas. Sin embargo, la reciprocidad de significancias no tiene importancia en esta variante. A estas personas me gusta llamarles “ángeles involuntarios”.
Cuando conocí a Violeta, el menor de sus cuatro hijos aún no caminaba. Lo llevaba siempre cargado al pecho con un portabebé de tela azul, de manera que cuando se acercaba a la ventanilla de nuestro carro, lo primero que captaba la atención era un par de ojazos negros y bien redondos de un bebé cachetón. Lo segundo: la sonrisa franca de su madre ofreciendo silenciosamente una revista, goma de mascar, el periódico del día, o unas paletas de caramelo.
Violeta no era un cliché de la mujer que uno espera ver trabajando en la calle, ni tampoco lo eran sus hijos. Algo muy especial la distinguía del resto de los “ambulantes” que se competían los clientes en uno de esos cruceros que existe en cualquier ciudad, y donde daba la impresión de que todos los tijuanenses tendría que haberse detenido en ese semáforo, en algún momento del día.
Mientras Violeta y su bebé recorrían de norte a sur y de sur a norte cada hilera de carros, sus otros hijos –pequeños también – se entretenían juntos corriendo dentro del camellón central, escapando el uno del otro en sus juegos de niños, entre árboles y flores, esquivando a los vendedores de ocasión, tragafuegos, danzantes y periodiqueros que ocasionalmente invadían el camellón de Violeta en busca de una sombra.
Otras veces, se podía ver a Violeta sentada en el césped con su bebé en los brazos, rodeada de libros y cuadernos, y tres chiquillos en uniforme de escuela, seguramente con un montón de preguntas. Era hora de la tarea. O de la comida. O simplemente del descanso; pero siempre con los hijos a su lado, o en el peor de los casos a no más de diez metros de distancia, que era cuandoVioleta debía continuar su recorrido norte a sur y sur a norte entre las hileras de carros.
Pasaron varios veranos e inviernos en Tijuana y Violeta siguió en el mismo crucero, con la misma sonrisa y el mismo ánimo que supongo consigue una madre cuando tiene la certeza de que sus hijos están bien, y qué mejor que con ella, en su camellón, ahora con los árboles un poco más altos y los niños también.
Nunca le pregunté, creo que más que por evitar parecer indiscreta o metiche, o porque en el fondo no quería enterarme de su historia y arruinar mi secreta admiración con culpa burguesa. Pero, muchas veces traté de adivinar parte de su vida e incluso en mi imaginación tenía ensayadas varias versiones:
La Patológica: ¿la habría abandonado el marido? ¿sería Violeta una mujer más en nuestro país que tiene que sacar adelante a sus hijos porque el “machín” simplemente se cansó y se fue?
La Trágica: ¿Se habría muerto el marido? ¿En un accidente? ¿Se le enfermó y no tuvieron dinero y..?
La Romántica: ¿Estaría su amor “del otro lado” buscando desesperadamente un trabajo para enviarles dinero?, o ¿estaría juntando todo el dinero que gana para mandar por ellos y llevárselos a Chicago o a Fresno o a dondequiera que se encontrara el amor de Violeta?
La Heroica: Seguro le tocó un asco de hombre borracho y golpeador, pero mi Violeta se hartó, lo denunció y se lo llevaron al bote. ¡Viva Violeta!
Algunas veces, sobre todo en los últimos meses que viví en Tijuana, cuando se empezaban a poner las cosas más difíciles y violentas, temía que la fueran a asaltar, o que algún policía los molestara por trabajar en la calle. Pero me tranquilizaba el hecho de que tan pronto empezaba a oscurecer, el crucero de la Prepa Federal se quedaba sin Violeta y sus hijos, y en su lugar aparecía el turno nocturno de trabajadores ambulantes y artistas de la calle, muchas veces con más colorido y otras veces con la tristeza que trae un invierno sin cobija.
La última vez que vi a Violeta, seguía sonriendo, su hijo menor ya tenía ocho años, ella misma me lo dijo en respuesta a mi: ¡oye tu hijo está como un toro! – Eso fue hace casi un año.
Desde esa vez no le he visto más, y en mi última visita a Tijuana, me encontré con una malla de púas alrededor de su camellón, del jardín donde jugaban, comían y hacían sus tareas los hijos de Violeta. Su refugio formaba parte de un plan de embelesamiento ecológico de la ciudad, por eso la malla de púas era verde.
No sé dónde está, si encontraría otro camellón en Tijuana, con las mismas ventajas y la misma tranquilidad que le da a una madre el poder estar con sus hijos, cuando no hay quien los cuide y hay que trabajar.
El Alcalde de Tijuana está tan preocupado en transformar la ciudad y convertirnos en una gran área verde, limpia y segura ante los ojos de turistas que pretende atraer por manadas, cuando, seamos realistas, no van a volver a nuestra ciudad hasta que su gobierno les diga que ya no es el pozo tóxico y violento en el que la Guerra contra el Narco ha transformado a varias ciudades de nuestro país.
Me pregunto si antes de enviar a los instaladores de mallas de púas “ecológicas”, al alcalde le preocupó quitarle a esa madre la tranquilidad de estar al pendiente de sus hijos, de no tener que separarse de ellos para ir a trabajar, de no tener que tomar la dolorosa decisión de dejar a sus hijos en casa, probablemente al cuidado de alguien extraño, o en el peor de los casos solos.
Me cuesta creer que alguien que hubiese visto por años a Violeta en ese crucero, como miles y miles de tijuanenses, hubiera tenido la mala leche de quitarle su camellón.
Pero sí puedo pensar y recordar con nombres propios a muchos que estarían dispuestos a hacerlo “con la mejor intención de embellecer la ciudad y evitar accidentes, y en respuesta a las múltiples quejas de conductores molestos porque una madre de cuatro pequeños, con una inmensa sonrisa les mostraba a diario que en la pobreza hay mucha dignidad”.
Marga Britto
Columna reproducida con permiso de la autora, publicada originalmente en Hispanic L.A. Comunicóloga y escritora. Originaria de Tijuana, Marga Britto radica actualmente en Pasadena, CA. Síguela en tuiter @MargaBritto o visita su web Madres Insumisas.
Fotos: Hispanic L.A.