“…Dice que en estos últimos meses, antes incluso de comenzar la huelga de hambre, ya había bajado seis kilos de peso. Alimenta a sus dos hijos a base de las despensas que su padre, jubilado de LyFC, le hace llegar desde su terreno de Michoacán: harina de trigo, frijol, maíz, lo que se pueda. Se sabe condenada a morir de hambre por aquellos que le han arrebatado el trabajo a ella y al resto de su familia…”
Nombre: Beatriz Juárez García
Comienzo huelga de hambre: 3 de mayo
Edad: 48 años
Puesto en LyFC: Departamento de personal – contratos verbales
Beatriz es una mujer de muchas capas. En apariencia dura y tímida, protege su jardín interior de las miradas curiosas bajo una densa coraza construida a base de formalidad e indiferencia. Una coraza de vidrio espeso a través del cual, como en un acuario, brillan los destellos de esas memorias iridiscentes que guarda en su interior. Dice que siempre fue delgada: ahora amenaza con desintegrarse al menor soplo de viento. Ella y su esposo, así como la mayoría de sus hermanos, trabajan en LyFC. Dice que en estos últimos meses, antes incluso de comenzar la huelga de hambre, ya había bajado seis kilos de peso. Alimenta a sus dos hijos a base de las despensas que su padre, jubilado de LyFC, le hace llegar desde su terreno de Michoacán: harina de trigo, frijol, maíz, lo que se pueda. Se sabe condenada a morir de hambre por aquellos que le han arrebatado el trabajo a ella y al resto de su familia. Sentada aquí, en la luz acuosa de un mediodía interminable, se camufla tras su pequeña estatura y su falsa insignificancia. Parece pequeña y frágil, pero es grande, enorme.
Entró junto con el resto de mujeres huelguistas a la Catedral en busca de asilo, donde sólo hallaron indiferencia. Había imaginado tal vez que esta iglesia católica a la que ella ama y respeta les brindaría algún consuelo. Cabizbajas y tristes, entumecidas tras pasarse varias horas sentadas –no se les permitió tumbarse, pese a los mareos que sufrían algunas de ellas-, deshidratas ante la falta de agua –apenas se les llegó a ofrecer un vaso de agua- y enojadas porque solo tras muchas horas de insistencia se les permitió utilizar los baños, las huelguistas de hambre se regresaron de la Catedral con la increíble noticia de que la antigua casa de Dios era ahora zona federal, custodiada por lo tanto por la Policía Federal. Confiesa sentirse desengañada, aunque no con Dios, sino con la institución que dice representarlo.
Confiesa sin tapujos haber sido indiferente a lo que ocurría a su alrededor durante mucho tiempo y haberse preocupado sólo por el bienestar de los suyos hasta que el brutal mazazo de la extinción de su empresa la despertó a un mundo convulso que en nada se parecía al que ella había soñado para sus hijos. Dice que ahora se siente más viva, más humana. Sabe que van ganando porque aquellos que hace seis meses los tildaban de huevones y rateros ahora llaman a sus puertas para preguntar cómo va eso del amparo al no-pago de luz, espantados por los desproporcionados recibos que les llegan de la CFE. Y cada vez son más los que se dirigen a Insurgentes 98 con su credencial de elector y el último recibo de LyFC para que les expliquen qué hay que hacer para ampararse legalmente. Allí, trabajadores de LyFC les tramitan la gestión y les explican que una vez amparados la CFE no podrá entrar legalmente a cortarles la luz hasta que se resuelva el amparo. Para aquellos casos en que la CFE logra desconectar la luz a pesar del amparo, LyFC dispone de un teléfono especial al que marcar para que sus trabajadores en resistencia realicen la re-conexión de las casas amparadas.
Beatriz dice que necesita hacer más por su sindicato y sobre todo por su país. Quiere dejarle a sus nietos –puesto que para sus hijos ya es demasiado tarde- la posibilidad de vivir una infancia como la suya, allá muy cerca de Marabatío, en el rancho de El Pedregal, donde ella fue intensamente feliz. Mientras su padre trabajaba para LyFC en la cercana presa de Tepuxtepec ella corría en pos de las montañas o, trepada a la burra parda, corría a bañarse en las heladas aguas del arroyo o en las pozas secretas escondidas entre barrancas. Dice -iluminada por el avasallador recuerdo de su infancia- que ella cantaba todo el tiempo subida a su burrita de suavísimo pelaje. Dice que era libre y que sentía que volaba, que jugaba a beisbol con sus hermanos en el atrio de la iglesia con el amable beneplácito del Padre, que miraba hacia las nubes en busca de figuras secretas. Sus únicas obligaciones eran estudiar, ir a buscar el agua a lomos de su burrita y ser feliz. Luego, cuando ella tenía siete años, su padre fue trasladado a México. Pasaron los años y ella, siempre inquieta y rebelde, decidida a seguir su propio camino, cambió muchas veces de trabajo y de destino. Conoció a su esposo a través de sus hermanos, se casó y tuvo hijos. A los treinta y nueve años comenzó a trabajar en LyFC en el departamento de personal. Gestionaba los contratos, las altas y las bajas de los miles de trabajadores de la empresa. Dice que amaba su trabajo. Ahora lamenta con más tristeza que rabia la desaparición de su empresa no sólo por ella y su familia, sino también por todos los que, a menos que la Suprema Corte de Justicia se muestre favorable a los trabajadores del SME, ya no podrán disponer de esa fibra óptica que tanto trabajo y dinero le costara instalar a LyFC y que debía proporcionar internet, televisión por cable y teléfono gratuitamente a decenas de millones de usuarios. El plan estaba ya en marcha, la fibra óptica instalada y la petición a COFETEL para empezar a operar se había realizado a mediados del 2009. Todo ello se derrumbó como un castillo de naipes el diez de octubre de 2009.
Los recuerdos de infancia iluminan a Beatriz como un fuego interior y transfiguran su delicado rostro revelando su esquiva belleza. Ya no es dura, ni distante, ni precavida. Sobre los que tenemos el privilegio de escucharla cae la luz de sus memorias, de un pueblo inundado de bugambilias moradas, de una muchacha libre trepada a las montañas buscando ver qué se esconde tras el amplísimo horizonte. No la mueve el odio sino el estandarte de un país de lujuriosa belleza, de un lugar de paz y libertad que ahora existe solamente en sus recuerdos. Cuando termina de hablar, las chispas de sus recuerdos permanecen todavía un rato flotando en el aire, dejando un sutil olor de bosque y un rumor de agua helada en el aire caliente de la carpa.
Estos testimonios originalmente son publicados en español por la periodista Altea Gómez en su blog: Un trabajador, una historia