De pequeña siempre me dijeron que a los 30 debería ya estar casada, con un par de hijos, una casa y un perro. Nadie habló de una maestría, de dar conferencias o del amor libre. Mucho menos de viajes por el mundo o hacerme un tatuaje. Pareciera que eso no estaba en la lista de lo que “una hija buena” debe hacer.
Había que arreglarse, nunca despeinarse mientras jugaba a las muñecas, tener los zapatos muy boleados y el vestido sin arrugas. Quizás uno de esos compañeritos de juegos podría ser el esposo en potencia.
Parece que la sociedad tenía el plan perfecto para todas y todos, crecen, se conocen, no se reproducen antes de casarse, tienen hermosos chamaquitos, se vuelven viejecitos juntos y mueren, ¿no? Pero se olvidó de nosotras. Sí, de ti y de mí.
La primera vez que te vi fue en la Universidad. Siempre vestida de negro, siempre con ideas diferentes, siempre quejándote. La verdad es que me caías muy mal y eran un suplicio las clases que llevábamos juntas. Eras la típica que ponía al profesor de malas con tus múltiples preguntas y hacías las sesiones eternas.
Te me acercaste para ofrecerme un cigarrillo, con esa sonrisa tan… tan tuya. Irresistible. Te volviste mi amiga y yo te descubrí encantadora. Podíamos pasar horas platicando. Eras diferente a las otras chicas con las que crecí. Tú me enseñaste de pintores, de música, de escultura. Claro, el ser actriz experimental al salir de la escuela ayudaba mucho a que tuvieras otros mundos. Yo era feliz de que me los compartieras.
Gracias a que mi padrastro me regaló una cámara análoga, pude verte desnuda por primera vez. Yo estaba en clases y llegó la hora de la práctica de desnudo. Me perdí la de la escuela por haberme ido de viaje con mi novio, sí, yo siempre tuve novio, y si no entregaba las fotos reprobaría ese módulo.
Fue increíble tu propuesta: “Ven, vamos al hotel. Tú siempre has querido conocer uno y yo tengo ganas de posar. Sólo que pagarás todo, lo demás, corre por cuenta de la casa”. No entendí muy bien eso de “lo demás”, pero no quería repetir el taller. Era un verdadero parto tomar clases con ese maestro que, para colmo, era director de la carrera.
Pasaste por mí en tu Caribe 75, color naranja. Olía a cigarro y a vainilla. Escuchabas Sugar Kisses, de Echo and the Bunnymen. Me subí rápido, con mi falda cortísima y mis tacones altos. “¿Así haces fotos, chuleta?” No se te escapaba ninguna y siempre lograbas hacerme sonreír.
Llevaba todo: cámara, rollos blanco y negro, tripié, flash, disparador. Mi mochilita roja contenía lo necesario. Había visto fotos de Annie Leibovitz y quería imitar la foto de Angelina Jolie en la tina. Justo enmarcando tu espalda.
No te dejé pagar, en verdad lo hice con gusto. Subí corriendo las escaleras y abrí la puerta. Justo como me la había imaginado. En un extremo tenía un columpio, en el otro el jacuzzi, espejos en los techos y las paredes, todo estaba lleno de luz. Saqué mi computadora portátil, la prendí y el iTunes nos regaló Burn it Blue de Caetano Veloso y Lila Downs. Comenzaste a bailar, quitándote la ropa. Me envolvías en tu falda: “Anda bonita, baila también. Quítate la pena”. Yo sólo me reía de nervios y apenas atinaba a coordinar un pie tras el otro. Olías a naranja, a madera seca, a vainilla. Tu cabello negro, largo, con espirales me envolvía.
Saqué todo de la mochila, monté la cámara en el tripié. Dejé que todo tomara su curso. Que te sintieras cómoda. Bailabas, brincabas. Te subiste al columpio y reías como niña. Yo me acerqué y comencé a hacerte fotos. Una tras otra, retrato tras retrato. Analicé cada parte de tu cara: tus ojos hermosos, como almendras. Tu nariz grande, perfecta. Las pecas en tus mejillas. Ese lunar en tu párpado derecho. Tus labios pequeños que guardaban los dientes más francos que conozco. ¿Tú? Tú te de jabas tomar fotos, posabas, te reías, me ignorabas.
Sitting, Waiting, Wishing de Jack Johnson bastó para que me besaras. Yo lo deseaba. Te veías tan hermosa. No podía pensar en nada más. Tu piel tan suave, incluso más que la mía. Tus besos tan cálidos, suaves, con sabor a lipstick de manzana. Nadie me había besado así, era como si pudieras adivinar mis pensamientos; como si supieras dónde me gustaba y con qué presión hacerlo. Con tus manos tomaste mi rostro, alborotaste mi cabello y me llevaste a la cama.
Recorrí tus muslos con las manos y la lengua. Era como acariciar seda china. Tus texturas eran realmente parecidas a las mías, tus costillas estaban tentadoramente expuestas para llenarlas de besos y caricias. Me dejaste explorar a mis anchas y en muchos momentos me llevaste de la mano.
Yo jamás había tenido sexo oral, me daba mucho asco. “Guácala, por ahí hacemos pish”. Tú te reíste tan fuerte que pensé que media ciudad te había escuchado, un suave “ssshhhhhhh” contrastaba con muchos “ahhhhh” “ahhhhhhhh” “ahhhhhhhhhhhhhhh”, con risas, jalones de cabello, lenguas, piel…mucha piel. Valerie de Amy Winehouse era la única testigo de tal placer.
Mi cuerpo se estremeció tantas veces que perdí la cuenta. Tu cuerpo y lengua se hicieron uno con el mío el resto de la tarde. Autofotos y fotos “abstractas” llenaron los haluros de plata. Todo resultaba tan fácil contigo, tan natural. Vimos el atardeceder juntas, prendiste un cigarro, sonreíste. “¿Nos vamos? Tengo función a las 9 pm y quiero bañarme”.
Yo me enamoré de ti. Bastó una tarde para querer dejar a mi novio y estar contigo para siempre, quería saber más de esta “nueva forma de amar”, pero te encargaste de decirme que eso había sido cosa de una sola vez. Que no acostumbrabas comer dos veces del mismo plato y que sí, había estado muy bien, pero que lo tuyo era “casual”. Nada de entregar el corazón.
Sentí que tu veneno estaba dentro y no encontré el antídoto correcto. El sexo con mi chico era sumamente aburrido y yo pensaba en ti una y otra vez. Intenté con otras pero no era lo mismo. Nadie besaba como tú.
Por primera vez me di cuenta que no era el sexo por el sexo, era el sexo contigo lo que tanto añoraba. Te busqué tanto y nunca te encontré. Te dediqué tantas canciones, te vi en tantas caras. Mi hermosa chuleta, te escribo esta carta mientras voy camino al altar. La radio me tortura con Undress me now de Morcheeba, sabiendo que tu miel se convirtió en veneno. Me enseñaste que el sexo debe ser así, entregando todo en el momento, sólo en el momento. Después, no se sabe. La vida se llena de momentos diferentes, sólo así se arma el rompecabezas.
Hay mieles para curar y otras que envenenan el torrente sanguíneo. Puedes venir a envenenarme el día que quieras, que mis piernas siempre abrirán para ti.
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